Mis manos estaban heridas. Tenía
micro llagas dolorosas especialmente en la yema de los dedos.
En la mañana había un
hermoso sol, tenía que salir a recibir su energía, me era imperativo que sus
rayos penetraran por mi chacra corona y me dieran la fuerza necesaria para aguantar
otro día más, otro, otro... Fui a la huerta, no lo tenía planeado. Me pareció
necesario ir a saludar a las arañas y rendirles mi respeto. Son las tejedoras que
sostienen ese silvestre rincón a donde iba a dejar mis pesares esperando con
fervor femenino que la hoja, el pétalo, el fruto viche y el maduro, el rocío,
la telaraña, la vida y la descomposición curaran mi corazón herido y lo
ayudaran a cicatrizar para poder sobrevivir así, un día a la vez.
Es una huerta urbana, se
puede ver desde el parqueadero a través de las rejas que resguardan el conjunto
de apartamentos donde aún me encuentro. Está rodeada en parte por una línea de
pinos antiguos que se están pudriendo de a poco y por una cerca viva de una
planta cuyo nombre nunca me aprendí. Acoge a quien quiera trabajar la tierra,
devolverle en algo los favores recibidos y rendirle el debido tributo al
alimento. En esta huerta trabajan más que todo mujeres voluntarias de todas las
edades y contexturas, todas sintonizando, afianzando, descubriendo o
redescubriendo su conexión femenina con la madre tierra.
Pero a veces la naturaleza
pide su tributo en sangre, el ir allí a curarse tiene un precio. Incluso el
rito de iniciación de quien entre a la huerta, así sea por un momento, es ser
devorado más allá de la saciedad por un enjambre de zancudos. No hay
escapatoria, hasta pican y succionan por encima de la ropa.
Escogí el rincón más
agreste y apartado de la huerta para trabajar en él. Ese pedacito en particular
parece más un jardín antiguo abandonado que una huerta en sí, aunque allí estén
sembrados dos árboles de lulo casi secos de aspecto tristemente fálico, uno de
aguacate aún sin fruto, una extensa y enredada gulupa con sus respectivas pasifloras,
una cantidad considerable del invasivo yacón, la aromática ruda, un mirto,
mucho diente de león y otras plantas, malezas y flores. Y la mora, la señora mora.
Creo conocer a la mora.
Creo comprenderla. Creo identificarme con ella. Tiene su personalidad y sus
momentos: Algunas veces hiere por ataque, así es ella, beligerante; otras veces
hiere por defensa, así es ella, vulnerable. Los tallos de la mora tienen unas
espinitas tan chiquitas como punzantes, cumplen con el objetivo de infligir
dolor pues acercarse a su preciado fruto tiene un precio… en sangre, ya saben. Y
no me importa ese dolorcillo momentáneo e intenso cada vez que me acerco a ella
a podarla, organizarla, direccionarla y cosecharla. Puede ser incluso que me
guste que se aferre con fuerza invasiva con sus pequeñas agarraderas lacerantes
a mi pantalón, a mi camiseta, a mi piel, como si no me quisiera dejar ir
manipulándome con la promesa de un agridulce fruto. La entiendo, así soy yo.
Esa era mi verdadera pretensión
al ir a la huerta casi a diario por un tiempo, cambiar un dolor por otro dolor,
olvidar un dolor con otro dolor. Y a veces funcionaba. Meses atrás, aquel
hombre que amaba, de quien decidía enamorarme cada noche al acostarme entre sus
brazos y de quien volvía a enamorarme al despertar y ver su rostro junto al mío
durante 8 años, rompió mi corazón en mil pedacitos de un solo tacazo, el mismo
corazón que me ayudó a reconstruir con paciencia, amor bonito y mucha pasión
después de que logré escapar de un matrimonio abusivo, lo volvió añicos, lo
volvió mierda en un instante con lo único que en verdad hiere: la deslealtad.
Qué dolor tan grande… Qué tristeza tan infinita… Lágrimas ahogadas en las
mañanas, profusas a la madrugada, noches sin dormir, un nudo enorme en la
garganta… Había días en que el dolor en mi pecho era sencillamente inaguantable,
insoportable de vivenciar… pero soy una afortunada en esta vida porque la mora
también me comprendía así como yo a ella y distraía mi dolor con solo ser ella
misma, me recompensaba con su fruto y yo sonreía, un poco.
Pero antes de la mora ya
estaba la rosa, al parecer gusto de alimentar a frutos y flores con mi roja
savia por igual. Sí, desde niña ya sabía de espinas, me sentía cautivada con el
filo carnoso que resguarda al delicado pétalo como si yo fuese un imán de
nevera con forma de fresa cuyo sino trágico es sentirse atraído solamente por ángulos
ferrosos oxidados.
¿Y qué tipo de dolor estaba
reemplazando una niña con la rosa? El del trauma sexual obvio ¿cuál otro podría
ser? Esa dualidad natural e intrínseca entre dolor/placer fue implantada a
temprana edad con aberración en mí. Sí, después de tanto lidiar con monstruos
no me queda más que escribir sobre espinas y reír. Bueno, esto después de ir a
terapia, mucha terapia.
Es que ese pequeño placer
morboso, ese dolorcillo agudo e instantáneo del ardor cuando se raja la piel y
brota de la carne expuesta una gota de sangre, a veces roja, brillante y ligera,
otras, vinotinto, oscura y espesa, es lo que me seduce... Me gusta ver mi
sangre brotar desde mi cuerpo, no le veo problema a ello… a lo mejor sea por el
hecho de que llevo 30 años menstruando, la sangre la tengo ya normalizada.
A estas alturas de mi vida no
soy más que una entraña sangrante y palpitante que ya fruteció pero que aún
florece en su ocaso… Y hasta ahora comprendo a rosa y a mora con sus espinas
pues florecer y frutecer tiene su costo: solo el digno es merecedor del aroma y
el gusto.
(¿Eres tú digno de lo mío?)
Luego de haber intercambiado
dolores con la mora, caminé por la calle despreciando el ruido en el que habita
mi cotidianidad. Me sentía como enguayabada debajo de ese sol recalcitrante del
medio día que prometía con su bochorno una copiosa lluvia vespertina. Tenía una
especie de resaca, una pesadez en la cabeza mezcla de cansancio y de tristeza. Mi
corazón dolía, mis manos dolían… sentía en mis ojos una melancolía húmeda de lo
que pudo ser, de lo que ya no era.
Ese domingo el menú era
calentado de garbanzos, arroz y un toque de ají; para acompañar el almuerzo le compré
un aguacate de tres mil al veci de la
carreta en la esquina. Mientras recibía las vueltas, mi mente me martirizaba
una y otra vez con la misma pregunta “¿Por
qué me dueles tanto?” Sigo sin entender… quizá soy una simple mujer con
demasiada hambre de cariño, quizá… ¿O es el trauma aún no sanado que quiere
salirse por mis ojos, el que sangra a micro gotas por mis dedos?
Esa vez me excedí, tenía
las manos hinchadas de tantas lesiones a pesar de usar guantes. No apropiados
para la labor, por cierto. Afortunadamente tenía algo de caléndula que había
recogido días antes en la huerta, sumergí mis manos en su agua caliente dejando
que las propiedades desinflamatorias de esta flor dorada actuaran en mí.
Y el recuerdo del hombre
que tanto amé no será más que eso, una memoria del corazón.





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