miércoles, 18 de enero de 2023

"Espinas"

 


Mis manos estaban heridas. Tenía micro llagas dolorosas especialmente en la yema de los dedos.

En la mañana había un hermoso sol, tenía que salir a recibir su energía, me era imperativo que sus rayos penetraran por mi chacra corona y me dieran la fuerza necesaria para aguantar otro día más, otro, otro... Fui a la huerta, no lo tenía planeado. Me pareció necesario ir a saludar a las arañas y rendirles mi respeto. Son las tejedoras que sostienen ese silvestre rincón a donde iba a dejar mis pesares esperando con fervor femenino que la hoja, el pétalo, el fruto viche y el maduro, el rocío, la telaraña, la vida y la descomposición curaran mi corazón herido y lo ayudaran a cicatrizar para poder sobrevivir así, un día a la vez.

Es una huerta urbana, se puede ver desde el parqueadero a través de las rejas que resguardan el conjunto de apartamentos donde aún me encuentro. Está rodeada en parte por una línea de pinos antiguos que se están pudriendo de a poco y por una cerca viva de una planta cuyo nombre nunca me aprendí. Acoge a quien quiera trabajar la tierra, devolverle en algo los favores recibidos y rendirle el debido tributo al alimento. En esta huerta trabajan más que todo mujeres voluntarias de todas las edades y contexturas, todas sintonizando, afianzando, descubriendo o redescubriendo su conexión femenina con la madre tierra.

Pero a veces la naturaleza pide su tributo en sangre, el ir allí a curarse tiene un precio. Incluso el rito de iniciación de quien entre a la huerta, así sea por un momento, es ser devorado más allá de la saciedad por un enjambre de zancudos. No hay escapatoria, hasta pican y succionan por encima de la ropa.

Escogí el rincón más agreste y apartado de la huerta para trabajar en él. Ese pedacito en particular parece más un jardín antiguo abandonado que una huerta en sí, aunque allí estén sembrados dos árboles de lulo casi secos de aspecto tristemente fálico, uno de aguacate aún sin fruto, una extensa y enredada gulupa con sus respectivas pasifloras, una cantidad considerable del invasivo yacón, la aromática ruda, un mirto, mucho diente de león y otras plantas, malezas y flores. Y la mora, la señora mora.



Creo conocer a la mora. Creo comprenderla. Creo identificarme con ella. Tiene su personalidad y sus momentos: Algunas veces hiere por ataque, así es ella, beligerante; otras veces hiere por defensa, así es ella, vulnerable. Los tallos de la mora tienen unas espinitas tan chiquitas como punzantes, cumplen con el objetivo de infligir dolor pues acercarse a su preciado fruto tiene un precio… en sangre, ya saben. Y no me importa ese dolorcillo momentáneo e intenso cada vez que me acerco a ella a podarla, organizarla, direccionarla y cosecharla. Puede ser incluso que me guste que se aferre con fuerza invasiva con sus pequeñas agarraderas lacerantes a mi pantalón, a mi camiseta, a mi piel, como si no me quisiera dejar ir manipulándome con la promesa de un agridulce fruto. La entiendo, así soy yo.

Esa era mi verdadera pretensión al ir a la huerta casi a diario por un tiempo, cambiar un dolor por otro dolor, olvidar un dolor con otro dolor. Y a veces funcionaba. Meses atrás, aquel hombre que amaba, de quien decidía enamorarme cada noche al acostarme entre sus brazos y de quien volvía a enamorarme al despertar y ver su rostro junto al mío durante 8 años, rompió mi corazón en mil pedacitos de un solo tacazo, el mismo corazón que me ayudó a reconstruir con paciencia, amor bonito y mucha pasión después de que logré escapar de un matrimonio abusivo, lo volvió añicos, lo volvió mierda en un instante con lo único que en verdad hiere: la deslealtad. Qué dolor tan grande… Qué tristeza tan infinita… Lágrimas ahogadas en las mañanas, profusas a la madrugada, noches sin dormir, un nudo enorme en la garganta… Había días en que el dolor en mi pecho era sencillamente inaguantable, insoportable de vivenciar… pero soy una afortunada en esta vida porque la mora también me comprendía así como yo a ella y distraía mi dolor con solo ser ella misma, me recompensaba con su fruto y yo sonreía, un poco.



Pero antes de la mora ya estaba la rosa, al parecer gusto de alimentar a frutos y flores con mi roja savia por igual. Sí, desde niña ya sabía de espinas, me sentía cautivada con el filo carnoso que resguarda al delicado pétalo como si yo fuese un imán de nevera con forma de fresa cuyo sino trágico es sentirse atraído solamente por ángulos ferrosos oxidados.

¿Y qué tipo de dolor estaba reemplazando una niña con la rosa? El del trauma sexual obvio ¿cuál otro podría ser? Esa dualidad natural e intrínseca entre dolor/placer fue implantada a temprana edad con aberración en mí. Sí, después de tanto lidiar con monstruos no me queda más que escribir sobre espinas y reír. Bueno, esto después de ir a terapia, mucha terapia.



Es que ese pequeño placer morboso, ese dolorcillo agudo e instantáneo del ardor cuando se raja la piel y brota de la carne expuesta una gota de sangre, a veces roja, brillante y ligera, otras, vinotinto, oscura y espesa, es lo que me seduce... Me gusta ver mi sangre brotar desde mi cuerpo, no le veo problema a ello… a lo mejor sea por el hecho de que llevo 30 años menstruando, la sangre la tengo ya normalizada.

A estas alturas de mi vida no soy más que una entraña sangrante y palpitante que ya fruteció pero que aún florece en su ocaso… Y hasta ahora comprendo a rosa y a mora con sus espinas pues florecer y frutecer tiene su costo: solo el digno es merecedor del aroma y el gusto.

(¿Eres tú digno de lo mío?)

Luego de haber intercambiado dolores con la mora, caminé por la calle despreciando el ruido en el que habita mi cotidianidad. Me sentía como enguayabada debajo de ese sol recalcitrante del medio día que prometía con su bochorno una copiosa lluvia vespertina. Tenía una especie de resaca, una pesadez en la cabeza mezcla de cansancio y de tristeza. Mi corazón dolía, mis manos dolían… sentía en mis ojos una melancolía húmeda de lo que pudo ser, de lo que ya no era.

Ese domingo el menú era calentado de garbanzos, arroz y un toque de ají; para acompañar el almuerzo le compré un aguacate de tres mil al veci de la carreta en la esquina. Mientras recibía las vueltas, mi mente me martirizaba una y otra vez con la misma pregunta “¿Por qué me dueles tanto?” Sigo sin entender… quizá soy una simple mujer con demasiada hambre de cariño, quizá… ¿O es el trauma aún no sanado que quiere salirse por mis ojos, el que sangra a micro gotas por mis dedos?

Esa vez me excedí, tenía las manos hinchadas de tantas lesiones a pesar de usar guantes. No apropiados para la labor, por cierto. Afortunadamente tenía algo de caléndula que había recogido días antes en la huerta, sumergí mis manos en su agua caliente dejando que las propiedades desinflamatorias de esta flor dorada actuaran en mí.


Mientras jugueteaba con pétalos, hojas y tallos hervidos, sintiendo cómo las heridas en mis dedos iban sanando de a poco, pensaba en aquella frase
“El dolor no se va, solo aprendes a vivir con él”… Suspiré… No sé, tarde o temprano llegará el día, supongo, ese donde tomaré jugo de mora sin azúcar bien frío mientras contemplo un florero de rosas rojas sin espinas, sí, de esas que venden por docenas en las floristerías.

Y el recuerdo del hombre que tanto amé no será más que eso, una memoria del corazón.

 

 

 

 

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