Voy a empezar contando una tragedia que no me pertenece solo para ambientar una historia algo insulsa, con pretensiones de relevancia.
Hace unos quince años, más o menos, estaba trabajando en una fotocopiadora que
sacaba copias e impresiones a gran escala para empresas grandes y medianas, y
también a alguno que otro incauto que pasaba por allí. Estaba ubicada en una
bodega, un hueco húmedo y oscuro debajo de las oficinas de la Confederación
Colombiana de Consumidores, al lado de la Plaza de Toros La Santa María.
Como muchos barrios de Bogotá, el lugar tenía su indigente propio, un
habitante de calle más bien joven y pacífico que le gustaba estar
principalmente en esa callecita empinada entre el Planetario y la Plaza por la
cual se accede a las Torres del Parque, ahí donde está la estatua de Nicolás
Copérnico.
Un día, llegando tarde como siempre a mi lugar de trabajo, vi al veci, al indigente este, sentado en el
piso debajo de un árbol mediano con las piernas extendidas; Tenía en sus manos
unos pequeños tenis de lona azul oscuro con cordones que fueron alguna vez
blancos. Su mirada estaba fija en ellos, perdida en una profunda e infinita
tristeza… un par de pasos a su costado una mancha de sangre resaltaba entre las
irregularidades del asfalto del andén, era algo extensa, podría decirse que
estaba fresca aunque se notaba que había pasado algo de tiempo, ya era color
vinotinto.
Hacía unas semanas nuestro veci había
conseguido novia, una veci, una
habitante de calle aparentemente de su mismo rango de edad, bajita y menudita.
No tenía algunos dientes, lo que se sabía porque cuando estaba con él sonreía…
Me acuerdo de haberlos visto un par de veces, abrazados, acaramelados ¡tan
bonito que es el amor! ojalá les dure… pensé.
El chisme llegó rápido, una de las auxiliares lo averiguó con el celador de
una entidad bancaria que estaba justo frente a la mancha de sangre; nos contó
mientras tomábamos tinto barato: La noche anterior los vecis tuvieron una fuerte pelea ahí, en la calle, en sus aposentos.
Ella, en medio de su locura furibunda, cogió una botella de cerveza que había
por ahí tirada, la rompió contra el asfalto y se la puso en el cuello a manera
de amenaza, pero hundió mucho el filo en su carne con tan la mala suerte que
cortó su yugular… La ayuda a estos indigentes llegó demasiado tarde, ya no
había nada que hacer, la veci murió
desangrada en brazos de su amado.
Tuvieron que forcejear con él para arrebatarle el cuerpo, no quería
desprenderse de ella, su compañera de calle, su novia. La única manera de
convencerlo fue dándole los tenis de su amada, aquellos de lona azul oscuro con
cordones que fueron alguna vez blancos, él se los había regalado.
No quiero contar cómo terminé trabajando allí en ese hueco húmedo, ese es
otro cuento, uno protagonizado por Juana la loca, son cubano y una pelea de
machos a la madrugada en una de esas calles empedradas de La Candelaria.
Por algún motivo, que no recuerdo, en medio del tedio de las horas inertes
en esa bodega donde solo le llegaba la luz por una pequeña claraboya y la estrecha
puerta de acceso a la bodega, empecé a indagar sobre el impresionismo, uno de
mis movimientos pictóricos favoritos. Pretendía hacer fotografía impresionista,
y para lograrlo, debía primero saber lo más posible sobre el movimiento en sí.
Busqué toda la información que pude más allá de Monet, Manet y Renoir, los
más renombrados. Así conocí a Berthe Morisot, me identifiqué de inmediato con
su escena cotidiana femenina (La cuna, 1872); también me encontré con la escena
nocturna de interior de George Seurat (Eden Concert, 1886-87) Siempre me ha
encantado el puntillismo como técnica (se parece al grano de la fotografía
análoga).
Investigué sobre los métodos, colores, luz, etc. Pero ¿cómo lograr la
textura de la pincelada en la fotografía? No bastaba solamente con estallar el
grano digitalmente… Si la fotografía pretende ser impresionista como la pintura
no basta trabajar con la luz, el color y el retoque digital, también toca
añadirle el ingrediente de la textura no solo en percepción, también en
apariencia, y esa se puede lograr justamente con una superficie adecuada de
impresión para que quede así, como más orgánica. Esa fue mi conclusión.
Fui a la octava, cerca al Guardia Presidencial, en esa cuadra donde están
los negocios de imprentas, donde también diseñan y hacen invitaciones para todo
tipo de celebración. En diferentes locales conseguí una cantidad de papeles de
diferentes gramajes y texturas, me dieron suficientes muestras para poder hacer
pruebas de impresión aprovechando las impresoras industriales y las tintas de
mi lugar de trabajo.
Estaba entusiasmada con mi proyecto artístico, sin embargo no me sentía
conforme, algo me faltaba… Una noche en mi apartamento, en medio del silencio
(mis hijos y por ese entonces mi esposo ya estaban profundos) y del frío que
anunciaba que la madrugada se acercaba pronto, buscaba y buscaba aquello que
creía necesitar. Entonces vi de reojo, como de improviso, una imagen que me
impactó. Recuerdo cómo se me erizaron los pelos de la nuca, esa sensación de
escalofrío placentero cuasi morboso de la contemplación: No era yo viendo a “El
caminante sobre el mar de nubes, 1817” de Caspar Friedrich, era yo ese caminante, en esas rocas, viendo el vacío de mi existencia, de mi solitud, el taedium vitae, encerrada en los paisajes
de mi mente, en los océanos del tiempo, ese que pasa y pasa y pasa pero no pasa
nada… Y era yo un caminante, del tipo
que no se tira al vacío, que no da el salto de fe, sino que da un resignado paso
atrás para volver a su rutina.
En medio de ese ensimismamiento ahí estaba yo, como si mis ojos supieran
desde siempre que en algún punto en mi vida también me toparía con la imagen de
“Norham Castle, amanecer, 1817” de William Turner: Ah, la calidez de la tibieza
de los primeros rayos de sol que alcanzan a penetrar el vaho mañanero de la
neblina ligera que se alza desde los suelos. El preludio que anuncia el término
del silencio del oscuro amanecer dando paso a los ruidos del despertar, de la
música de la naturaleza matutina, de la actividad del día, del mundanal ruidajo
de aquellos que vivimos en el infortunio de la urbe. Ah, los tonos pastel que
esconden tras de sí la melancolía de una viveza que no alcanza a hallarse
¿puede haber algo más bello que la alegoría de ser porque no se llega a ser?
Sonreí porque el romanticismo (movimiento antecesor del impresionismo)
parecía ser la respuesta a aquello que me inquietaba. Sin saberlo, sentí la
respuesta que solo mi alma sabía que necesitaba. En mi rostro había dibujada
una pequeña sonrisa porque tuve una sutil epifanía: no, no era depresiva de
tiempo completo, más era una romántica con brotes depresivos. Y ese preciso
instante de particular tibieza cambió por completo la percepción que tenía de
mi misma para siempre.
No pretendo decir que la cura a la depresión sean revelaciones a media
noche gracias al algoritmo de Google. No. Pero darle un concepto, una explicación
a las manifestaciones del sentir de mi alma, al cómo se expresa, cómo se siente
lo que llevo en mi ser interno y externo, me liberó. Me aligeró la pesadumbre
del rótulo “depresiva”, del señalamiento de algunos miembros de mi familia y de
la sociedad en general que me tildaban de caprichosa, de “querer llamar la
atención” cuando lo único que hago desde siempre es sentir en demasía, con
intensidad abrumadora en medio de suspiros las pequeñas cosas que siento a mi
alrededor, como la hoja que cae del árbol justo en mi cabeza y lo asumo como un
buen augurio; o como la flor de diente de león en medio de un asfalto
ensangrentado y el deseo que podría desencadenar si soplara con mi aliento el
infortunio. El flechazo de amor, la adicción perversa al desamor, el ansia de
atención, el apego, el miedo al abandono, los traumas arraigados, la pasión, el
drama, la cursilería, la ilusión, el ensueño, el deseo oculto de por fin
encontrar al amor de mi vida, morir en sus brazos y dejarle marcado su corazón
para siempre. Soy Catalina La Grande y vivo en el aquí encerrada en una
fantasía gótica épica en una campiña victoriana mientras veo la vida pasar por
la ventana de algún vehículo atiborrado de humanos, algunos creyéndose libres,
otros sabiéndose esclavos.
Ahí estaba mi respuesta. Mi proyecto no era una pretensión (solamente) para
volverme una fotógrafa famosa y poder salir de ese hueco húmedo donde
trabajaba, dejar atrás un matrimonio infeliz, volverme rica y vivir asoleándome
boca abajo en alguna playa del Mediterráneo; realmente esta era la búsqueda
interna de mi alma de artista aprisionada en la vida pretendida de una mujer nacida
en mi época, en esta sociedad, educada en el catolicismo. Debía tener los pies
en la tierra, ya era esposa, madre, debía madurar y dejar en los sueños de
infancia las pretensiones de artista. ¡Ay, qué infelicidad y tristeza la mía
que me dejé convencer de “asentar cabeza”! Traté de encajar en las estructuras
retrógradas, misóginas y conservadoras, especialmente, de mi entonces esposo y
su familia. Nunca lo logré a satisfacción.
Inspirada en aquellos pintores, sus paletas de color, temáticas y técnicas
que llamaron mi atención por x ó y motivo, tomé algunas fotografías: Un par
de paisajes, un par de bodegones, un retrato, intentando plasmar el sentimiento
encerrado en mi escena cotidiana. El tratamiento y las herramientas digitales
utilizadas en cada una de las fotografías fue pensada en el tipo de papel y su
textura para crear ese efecto impresionista que ambicionaba.
Las pruebas salieron satisfactorias. Mi jefe, obsesivo compulsivo, muchas
veces iracundo y difícil de tratar, era un hombre bueno y justo que incluso
intentó enseñarme latín; un señor paisa muy humano que vio en mí, creo yo, a una
criatura incomprendida que necesitaba una mano amiga que la ayudara a entenderse
productiva y valiosa en un mundo establecido que no tenía idea cómo lidiar con
ella y sus encantos.
Le gustó mucho mi pequeño proyecto, se entusiasmó con mi ilusión. Entre
tantas charlas que tuvimos, de todo tipo de tema, hablábamos también de la
vida, de nuestras vidas, él sabía lo que esto implicaba para mí.
En vista de que mis fotografías quedaron lindas en esos papeles
texturizados 10x15, decidí que serían los regalos de navidad para mi familia,
les daría no solo mi arte sino un pedacito de mí. Ya no recuerdo cuántas regalé
y a quiénes, han pasado ya demasiados años, pero sí tengo grabado en la memoria
la sensación de cómo algunos de esos quiénes menospreciaron mis regalos,
aceptados con la sonrisa hipócrita forzada de la diplomacia que abunda en esas
festividades. Algunas estarán amarilladas en algún cajón, otras seguramente
terminaron en la basura. Normal, nada nuevo, en diferentes momentos de mi vida
me han pasado cosas equiparables… Salvo que sí hubo una persona a la cual ese
particular regalo le encantó, la menos esperada, por cierto. A él le di uno de
los bodegones de astromelias y hermosas frutas seleccionadas, compradas en el fruver del barrio, donde había un gato
blanco sucio que tenía la labor de mantener al pequeño local libre de ratones y
otros, a cuya dueña, oriunda de un pueblo cundiboyacense, le caía bien gracias
a Dios, a veces me fiaba guayaba para el jugo, tomate y cebolla para el guiso
de las lentejas cuando era ama de casa y no tenía dinero porque, mi entonces
esposo, se gastaba el poco dinero en putas y alcohol.
Sí, a mi suegro, el jefe del clan, el patriarca de la cueva, el jerarca que
pretendía intervenir a su criterio la vida de sus cuatro hijos varones y de nosotras
las esposas, invasoras de la tribu, le encantó la foto. En un principio pensó
que era una pintura y me preguntó que si yo la había pintado… ¿alcanzan a
imaginar, a percibir un poquito, mi felicidad, mi satisfacción? Porque no fue simplemente
completar mi pretensioso proyecto de hacer fotografía impresionista, también fue el logro de que una
de las personas que más me ha despreciado en la vida valorara, no mi arte, sino el sentimiento allí plasmado,
ese instante de particular tibieza que alberga desde entonces en mi corazón.
Aquel bodegón, que era el frutero de siempre en mi comedor, impreso en un
papel de muestra, imprimido en ese hueco húmedo donde empecé a entenderme
productiva en este mundo, ahora está enmarcado y colgado al lado de un óleo de
mangos en un pent house frente al mar.
La mancha de sangre se mimetizó en el asfalto con el pasar de los días. Al veci nunca más lo volvimos a ver.
